Julio Llamazares ha querido compartir con nosotros la presentación que hizo en nuestro XV #CongresoAPIA: Benet y yo: distintas formas de mirar el agua
Benet y yo: distintas formas de mirar el agua
JULIO LLAMAZARES
Hay distintas formas de mirar el agua, depende de cada uno y de lo que busque. También de la propia historia, de la peripecia biográfica personal o colectiva, de la necesidad o de la abundancia de agua en una región o país concretos, de la capacidad de metaforización de la realidad o de la nula imaginación o inclinación a la fantasía de las personas. El agua, como cualquier otro elemento de la naturaleza, sólo que con más poder de influencia en la vida de las personas debido a su fragilidad y su escasez y a su necesidad para la supervivencia humana, admite muchas miradas distintas y, por lo tanto, alienta pasiones y sueños muy diferentes.
El sueño de Juan Benet, escritor y constructor de presas hidráulicas (entre ellas la que sepultó mi pueblo) fue siempre el de convertir España en una red de ríos comunicados entre sí merced a grandes trasvases de manera que el agua del norte llegara al sur del país, más necesitado de ella por su menor pluviosidad: “Si yo fuera presidente del Gobierno – escribía en una recopilación de textos técnicos de 2009 para el Colegio Oficial de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos de Murcia titulada, a imitación de un programa de la televisión de entonces, Si yo fuera presidente. La hidráulica como solución a las necesidades hídricas – , mi ejercicio se señalaría por el intento, coronado por el éxito, de corregir mediante la hidráulica el desequilibrio hídrico español de una vez y para varias generaciones”. Visto así, el sueño de Juan Benet es moralmente intachable en tanto que propone el reparto entre todos los españoles de un bien escaso como es el agua, sueño que sería perfecto si, a cambio de ello, las regiones productoras de otros bienes precisamente por su situación geográfica también los repartieran con las que les dan el agua, algo que hoy por hoy no sucede. Aparte de que desde el punto de vista medioambiental existen más que fundadas dudas sobre la bondad del sueño benetiano aunque solamente sea porque los ríos, contra lo que algunos creen, no son simples cauces transportadores de agua, sino que sirven también como elementos de humidificación y aporte de nuevos limos a las riberas por las que pasan o a los deltas en los que desembocan, sin contar con su condición de hilos vertebradores de vida, cultura y economía.
En el extremo opuesto al de Juan Benet estarían todos esos que han hecho de la ecología una religión moderna. Me refiero a esas personas, normalmente agrupadas en asociaciones, unas más radicales y otras menos, que, con el pretexto de respetar la naturaleza incluso cuando ésta no nos respeta a nosotros, mantienen una postura extremadamente conservadora respecto de los ríos y otros aportes de agua que les lleva a oponerse incluso a aprovechamientos de éstos indispensables para las poblaciones de su alrededor. Es otra forma de ver el agua, de mirar ese elemento que, por indispensable y difícil de conseguir a menudo (sólo la naturaleza la produce cuando y donde le parece), no es tan caro como debería. Quiero decir: tan cuidado y aprovechado como su valor demanda.
Entre esos dos extremos, el del soñador Benet y el de los conservancionistas más radicales, hay mil maneras de mirar el agua. Desde la juvenil y romántica que llena la cabeza de fantasías a la literaria de un viejo vecino mío ya fallecido, un campesino llamado Ovidio, de aspecto más cercano al de Sancho Panza que al de don Quijote pero que sostenía como la cosa más natural que el agua se duerme por las noches (el que se dormía era él mientras esperaba el turno para regar sus prados tumbado al lado de las acequias), desde la melancólica de los enamorados parisinos o venecianos, esos que tiran las llaves de sus candados de amor al Sena o a los canales de la laguna de Venecia desde los puentes a cuyas barandillas los sujetan con grave riesgo para estos últimos, a la utilitaria de los agricultores de cualquier lugar del planeta. Todas son igual de reales, por más que algunas nos parezcan más fantasiosas.
En medio de todas ellas, pero alejada de las dos extremas (la de quienes contemplan el agua como un bien a aprovechar a toda costa, incluso a cambio de violentar la naturaleza y, si hace falta, la vida de las personas, y la de quienes la consideran algo sagrado y por lo tanto tan intocable como si fuera una divinidad), mi forma de mirar ese líquido elemento que tantas pugnas y discusiones provoca es, como corresponde a mi condición, más literaria que materialista. Lo cual no quita para que, al mismo tiempo, comprenda tanto su dimensión real como su consideración política y económica.
Esta última comencé a entenderla muy pronto cuando el pueblo en el que me nacieron fue borrado de los mapas por un embalse del río junto al que aquél había surgido hacía posiblemente un par de milenios. Mi corta edad por aquellos tiempos (años 60 del siglo XX) junto con la circunstancia de que mi familia se trasladó a vivir otro sitio antes de que comenzaran las obras, por lo que yo no las presencié, no impidió que entendiera la tragedia que para los vecinos de Vegamián y de las otras siete aldeas vecinas a los que la presa del río Porma expulsó de sus casas y arrancó bruscamente sus raíces, entendimiento que se haría más preciso cuando, pasados algunos años, no muchos, pude ver y hasta tocar los esqueletos de aquellos antiguos pueblos merced a una circunstancia poco habitual como fue el vaciado completo del embalse para proceder a una revisión de la presa. Los poemas que escribí en aquellos días y que no llegaron a fructificar en libro, tan fuerte era mi emoción, y la historia que rodamos en aquellos escenarios tremebundos aprovechando su breve vuelta a la luz para integrarla en una película que se estaba filmando en aquellos días: El filandón, de José María Martín Sarmiento, son las pruebas de ese entendimiento y de la conmoción dramática en la que me sumergió. Hasta entonces yo sabía que el agua había anegado mi pueblo y otra media docena como él, sepultado para siempre sus paisajes y los recuerdos de sus vecinos (no así los míos, pues me fui de él tan pequeño que ni siquiera alcancé a tenerlos) para regar los de otras personas, pero ignoraba hasta qué punto sus efectos destructores habían sido tan importantes. Fango, paredes rotas y desventradas, tejados alejados como barcos de sus sitios primitivos, casas caídas, puertas podridas y rotas, objetos enterrados en el lodo que reaparecían al revolver en él… El paisaje de Vegamián estaba más cercano a la visión de una película de terror que a la placidez que sugieren cuando están llenos esos embalses que enmarcan normalmente montañas y paisajes hermosísimos por cuyas carreteras los automovilistas pasan contemplándolos con admiración.
Mi conmoción a raíz de aquella visión (una conmocción visual, pero también poética y literaria) coincidiría en el tiempo con la recuperación por el gobierno español de la época (años 80 del siglo XX, recién recuperadas la libertad y la democracia en el país) de un viejo proyecto hidráulico comenzado por el régimen de Franco pero inacabado a la muerte del dictador, así como la puesta en marcha de algunos otros proyectados, como la mayoría de ellos, en tiempos del Regeneracionismo. Los sucesos de Riaño, con todas sus circunstancias dignas de olvido (la actitud de unos gobernantes de filiación socialista que hasta pocos años criticaban las grandes obras hidráulicas del franquismo y que de pronto pasaban a promoverlas, la insensibilidad con la que las acometieron, la dureza con la que reprimieron a quienes se oponían a su culminación, el egoísmo y la insolidaridad de los presuntos beneficiarios por el cierre de la presa de Riaño, ya fueran las compañías hidroeléctricas o los agricultores de la Tierra de Campos leonesa y castellana, que reclamaban aquél sin preocuparse por los perjudicados, incluso amenazándolos – a ellos y a quienes los apoyábamos – por manifestarse en contra), me sumergieron en un sentimiento mezcla de desconsuelo y de ira que perduró en mí mucho tiempo y aún perdura en cierto modo. Aunque el que acabaría triunfando fuera el de la melancolía, quizá por aquello que decía Ortega y Gasset de que el esfuerzo inútil conduce inexorablemente a ésta.
Por aquellos años también conocí en Madrid al autor de la presa bajo la que desapareció mi pueblo. Semirretirado ya de su trabajo como ingeniero y convertido en un escritor prestigioso, que no famoso (su literatura no se lo permitía), Juan Benet se había vuelto una figura con una gran influencia en la vida literaria y política española. Habitual de las noches madrileñas, que yo vivía también con intensidad (recién llegado de mi provincia, todo me resultaba atractivo), no tardamos mucho tiempo en conocernos, ya que teníamos algún amigo común y frecuentábamos los mismos cafés y bares de copas. El ya sabía de mi existencia y sentía curiosidad, por lo que yo no tardé en saber, por aquel joven poeta que había nacido en un lugar que para él era muy significativo, no sólo por haberlo sepultado con la primera presa que dirigía como ingeniero sino por servir de trasunto escénico de la primera novela que escribía precisamente mientras se elevaba aquélla: Volverás a Región, una novela que hoy es ya un hito de la literatura española del siglo XX. Por mi parte, mi curiosidad por Juan Benet era más literaria que personal y, dentro de ésta, además, el rechazo primaba sobre cualquier otro sentimiento. Aunque yo no había sufrido directamente las consecuencias de su primera obra de ingeniería, le consideraba culpable del sufrimiento al que había condenado a mis antiguos vecinos de Vegamián, a muchos de los cuales vi llorar numerosas veces al recordarlo incluso muchos años después de desaparecido el pueblo. Así que nuestro primer encuentro fue un tanto hosco, pese a que ni siquiera hablamos de lo que nos unía. Tendría que pasar el tiempo para que trabáramos cierta familiaridad, que nunca pasó de ahí aunque nos vimos bastantes veces (incluso yo lo entrevisté una vez para un programa de televisión en el que trabajé algún tiempo en los años 80), entre otras cosas porque polemizamos públicamente en la prensa sobre el cierre del pantano de Riaño y sobre la política hidráulica de los gobiernos socialistas de Felipe González, en la que Juan Benet influyó bastante y sobre la que disentíamos radicalmente, como es natural.
Sin dejar de hacerlo hasta hoy, con los años le he perdonado, no obstante, lo que me dijo una de aquellas noches seguramente animado por el mucho whisky que había bebido, aunque tampoco lo necesitaba (Benet siempre hizo de la arrogancia un escudo, aunque conmigo la utilizó pocas veces): “No sé de qué te quejas si tú eres escritor gracias a mí”. Lógicamente, en aquel momento, la frase la recibí como un insulto y como tal le respondí con otro que él hizo como que no escuchó, aunque, eso sí, se separó de la mesa en la que yo estaba y se fue. Seguimos viéndonos y hablando de cuando en cuando, pero nunca volvimos a hacerlo de aquella noche. Era como si los dos supiéramos que había algo entre nosotros que nos aproximaba y nos alejaba a la vez.
Lo que nos aproximaba y nos alejaba a la vez no era otra cosa que nuestra relación con el río Porma y con Vegamián y nuestra diferente forma de mirar el agua. Pues, si bien compartíamos una parte de ella, la de su contemplación como reflejo del propio espíritu, tan literaria como filosófica, disentíamos en la otra, esto es, en su observación realista. Mientras que para Benet el agua, aparte de un espejo en el que contemplar la vida, era un bien a domeñar y a aprovechar hasta la última gota, tan necesario le parecía para el progreso de los países, para mí esta mirada utilitarista quedaba inutilizada por la primera, máxime después de haber sufrido indirectamente las consecuencias de ese domeñamiento. Y es que la vida no se ve igual desde una perspectiva personal que desde otra, de la misma manera en que el mar o un río no son lo mismo para el pescador que vive de ellos que para el hombre que los contempla al pasar al lado.
Lo más curioso de todo es que la explicación a ello la dio el propio Juan Benet cuando, para recriminarme mis críticas a su labor y a la de quienes como él anteponían en su trabajo los objetivos a sus consecuencias, los fines a los medios, el beneficio económico a la destrucción causada, justificando ésta por los primeros, me dijo aquella frase que tanto me ofendió aquella noche pero que con el tiempo acabaría aceptando como acertada: en efecto, yo era escritor gracias a su intervención, al desgarro que ésta comportaría en mi vida, a la sensación de pérdida y desarraigo que siempre me acompañaría ya y que impregna todo lo que escribo ¿O, si no, de dónde viene esa debilidad mía por la memoria, por la fugacidad del tiempo y de las personas, por el paisaje como soporte estético de la vida, por el agua y por la nieve como símbolos de un mundo en continua destrucción y como metáforas de la fragilidad humana?
No seré yo quien intente aquí extraer conclusiones sicoanalíticas de mi propia obra, que sin duda será susceptible de ellas, como las de todos los escritores y los poetas, pero, rememorándola, advierto en seguida en ella una querencia por ciertos símbolos que sin duda tienen que ver con mi propia historia. Que el escritor no elige los temas, sino que éstos se le imponen en función de su biografía y de su sensibilidad, es algo que descubrí ya hace mucho, pero que los símbolos también lo hacen me ha costado bastante más comprenderlo. Quizá porque los símbolos, al contrario que los temas narrativos, vienen de lo irracional y a la irracionalidad regresan cuando han cumplido su cometido.
Los ríos, la nieve, el agua, la luna, el amarillo que lo ilumina todo, el rojo y negro de las estaciones, los bueyes y las ortigas, las catedrales y los mendigos son elementos que se repiten en mis poemas y en mis relatos y cuyo significado trasciende al de su propia esencia. Porque el río del olvido no es el Curueño como tal río, sino su reflejo en mí. Porque el Duero no es el Duero solamente, sino el cuaderno en el que se quedó parado. Porque las fuentes y los arroyos que corren por mis novelas y por mis versos son los que surgen de mi memoria, esa materia fugaz que también se pierde, como la nieve, cuando la derrite el tiempo. Sin querer ejercer de crítico de mí mismo, puedo afirmar, sin embargo, que el agua que brota de mis escritos es la misma que miraba cuando niño desde la orilla del río o, al atravesar los puentes, desde las ventanillas del tren o del coche que me llevaban de un lado a otro, cosa que no he dejado de hacer hasta el día de hoy. Y es que aquel agua, aquella nieve deshecha por el deshielo que bajaba en primavera de los neveros de las montañas de mi provincia, aquel murmullo infinito que brotaba de las fuentes y los cauces de los ríos en verano mientras me bañaba en ellos no lo hacía tanto en el fondo de éstos como en el de mi propio espíritu.
Volverás a Región rezaba la profecía de Juan Benet (profecía literaria, pero que se demostró real para mucha gente) y a fe que en mi se cumplió, porque desde que la conocí no he hecho otra cosa que darle vueltas. En cada línea, en cada idea o esbozo de pensamiento, en cada libro que escribo o en cada proyección de mi memoria y de mi vida está presente esa profecía y no porque lo desee, como le ocurre a algunas personas. Me refiero a esas que, cuando miran un río, ven más que agua y cuando se detienen al borde de un embalse no exclaman “¡Qué bonito!”. Esas personas para las que los pantanos esconden mucho dolor y mucha desgracia pese a que en su generosidad comprendan que a veces es necesario el sacrificio de unos para que otros puedan vivir mejor.
Sin ser tan generoso como ellas y sin sentir la profecía de Juan Benet como literaria (al contrario, cada vez me parece más real), yo, por mi parte, sigo mirando el agua como hice siempre, como un espejo en el que se refleja el mundo y con él todas nuestras pasiones. Aunque, cuando me acuesto, lo haga como aquellos primeros colonos de La Nava, la laguna desecada en la Tierra de Campos palentina a la que trasladaron a muchos de los vecinos de Vegamián y de otros pueblos españoles destruídos como él por el progreso, que, cuando llovía mucho, dormían con una mano fuera de la cama por si la laguna volvía a brotar y había que salir corriendo .